lunes, 16 de febrero de 2009

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo V)

Afortunadamente, en el repecho había sitio para los tres y además pudieron quitarse las mochilas para descansar un poco.
La bóveda central quedaba en penumbra bajo sus pies. A partir de aquí, tendrían que iluminarse con los carburos, pues la oscuridad sería total.
Daniel encendió sólo dos carburos, pues había que administrar correctamente el combustible. Las linternas situadas en los cascos sí las llevarían encendidas.
Javier alumbró con la linterna el contorno de la bóveda central. Tendría de perímetro el equivalente a cinco habitaciones, y de altura unos diez metros.
Sus primos lo imitaron y señalaban también con sus linternas.
El techo estaba plagado de estalactitas, que se han formado a lo largo del tiempo, debido a que se fue depositando el carbonato de calcio que llevan disueltas las aguas infiltradas en estas rocas calcáreas.
El suelo estaba formado por medianas estalagmitas. A diferencia de las anteriores, estan se habían formado por la precipitación del carbonato de calcio al evaporarse las gotas de aguan que caían del techo.
Contaron hasta cinco grandes columnas, que no eran ni mas ni menos que la unión de una estalactita y una estalagmita. Había varías mas, que seguramente les faltaría algun que otro siglo para poder unirse.
El suelo brillaba a la luz de las linternas.
—Porqué brilla el suelo, Daniel —preguntó Laura a su hermano—.
—Es la murcielaguina, Laura. Mira qué cantidad de bichos hay —dijo, alumbrando el techo—.
Los murciélagos reposaban cabeza abajo, apretados unos contra otros. Habría por lo menos cien. Eran negros y emitían un leve pitido, pero no se movían.
Daniel buscaba el sitio ideal para bajar. Tendrían que bajar cinco metros, y precisamente debajo de ellos, el suelo aparentaba muy escarpado. Así que se tendría que desplazar un poco más hacia la derecha, aunque la bajada fuera mayor.
Por la cuerda no habría problemas. Pendía sobre la bóveda central y el suelo aparecía enrrollada varios metros. Así que rodearon con ella un saliente de la pared, para que no oscilara.
Utilizaron la misma técnica que en la primera bajada, pero esta vez usaron además otro mosquetón que manejaban con una mano. Al no poder ir dando pequeños saltos, por los salientes de la pared, tenían que hacerlo en caida libre. Nota-rían más el peso de su cuerpo, y necesitaban de otro freno.
El primero en bajar fue Javier. Cuando llegó al suelo, sujetó la cuerda a una roca, para que estuviera más tensa. Con una pequeña cuerda, sus primos les fueron alargando las mochilas. Laura bajó a continuación y por último Daniel.
Verdaderamente el suelo estaba enfangado de excrementos, pero casi secos. Sus botas sólo se hundían unos centímetros.
A partir de aquí, el camino a recorrer dependía de su ingenio y de la suerte. Sí, de la suerte de poder encontrar el hoyo por donde se baja a la Gran Bóveda; y el ingenio para acometer esta nueva etapa.
Se repartieron el trábajo de la búsqueda. Los tres se colocaron en el centro de la bóveda, espalda contra espalda. Dividieron la bóveda en tres partes. Daniel batearía el terreno entre las doce y las doce y veinte; Javier entre ésta y las doce cuarenta y Laura entre las doce cuarenta y las doce.
Los tres llevaban encendidas las linternas de los cascos y los tres carburos.
—Caminad muy despacio, tanteando el suelo con el pie —explicó Daniel—. La entrada puede estar tapada por una capa de murcielaguina.
Pasaron veinte minutos, y no encontraron la entrada. Comenzaron a dudar de que realmente existieran, como así contaban en el pueblo.
Cansados y aburridos, se sentaron encima de una roca. Javier sacó algunos chicles para mascar, que ofreció a sus primos. Los tres permanecían en silencio. Un silencio roto solamente por un rumor lejano, apenas imperceptible.
De repente, Laura se puso de pie. Estaba nerviosa, pues no se lo podía creer. Llevaban diez minutos sentados al lado de la entrada.
—Laura qué te pasa —le replicó su hermano—.
—No notáis una pequeña corriente de aire bajo vuestros pies —les preguntó—
Javier y Daniel se pusieron de pie, en silencio. Estaban absortos. Qué tonterías dice Laura —pensaron—. ¡Ni que alguien se hubiera dejado una ventana abierta!
No exactamente alguien, ni ayer. Pero a la derecha de la roca justo donde estaba sentada Laura, tapada parcialmente por los excrementos de murciélago, apareció la abertura. Si acercaban la cara, notarían un airecillo fresco procedente del interior de la bóveda.
Los tres primos saltaban de alegría. Por fin habían descubierto el camino hacia la Gran Bóveda.
Comenzaron a retirar apresuradamente la murcielaguina, ayudándose de un piolet. Los excrementos formaban junto con hojas y pequeñas ramillas, una capa que se sostenían por si sola.
Una vez limpiada la abertura, comprobaron que perfectamente cabrían por ella. Tenía aproximadamente un metro de diámetro, suficiente para poder entrar.
Daniel arrodillándose junto a ella, iluminó sus entrañas. La oscuridad era absoluta y el espacio se antojaba infinito. Solo conseguía ver el suelo, pues la luz se perdía en la penumbra al alumbrar los alrededores de la bóveda.
—Bien —comentó Daniel—. Efectivamente se trata de la Gran Bóveda y ésta es la única entrada.
—Qué profundidad podrá tener —preguntó Javier—.
Laura tiró una piedra por la abertura. Se escuchó un ruido sordo.
Calculo que diez metros —dijo Laura—
La única manera de medir exactamente la profundidad es con la cuerda —explicó Daniel—. Javier, sácala de tu mochila.
Javier vació todo el material de su mochila. La cuerda estaba en el fondo. La desenrolló y le dio un extremo a su primo.
—Estupendo —dijo Daniel—. La cuerda mide quince metros y necesitamos por los menos un metro para poderla sujetar a esta roca. ¡Espero que sea suficiente!, por que si no, ya nos podemos ir volviendo para casa.
Javier ató uno de los carburos al extremo de la cuerda, comprobando que la lámpara quedaba bien sujeta. Para ello hizo un nudo marinero, que su padre le enseñó el pasado verano.
Comenzaron a soltar cuerda, muy despacio. La bóveda se iba iluminando a medida que descendía el carburo. Cinco, seis metros, iba cantando Laura.
El descenso de la lámpara parecía que nunca iba a terminar. Por fin, tocó fondo.
Daniel, cogiendo el extremo que Laura sostenía, midió el resto de cuerda. Se colocó el extremo sobre el pecho y con la mano extendida en cruz, sostenía la cuerda. Calculó cerca de tres metros, suficientes para poder sujetar la cuerda.
La agarró fuertemente a la roca e hizo varios nudos, asegurándose de que la cuerda no iría resbalando, pues la roca estaba pringada de excrementos.
Los primos se sentaron en la roca, para planear la bajada.
—Aproximadamente hay doce metros de profundidad —comenzó a explicar Daniel—. Demasiado para bajar de igual forma que anteriormente. Tenemos que pensar en algo más cómodo, teniendo en cuenta que al volver serán doce metros de subida a pulso.
—Cuántos mosquetones nos quedan , Javier —le preguntó Laura—.
—Esperad un momento —dijo Javier contando los ganchos—. Diez.
—Estupendo muchachos. Pondremos un mosquetón cada metro y medio y haremos una escalerilla con ellos. Así vamos poniendo el pié para bajar —comentó Daniel—.
—Vamos a bajar todas las mochilas —preguntó Laura—
—No, sólo lo necesario —dijo Daniel—. De todas formas ya nos queda poco material sin utilizar.
—Veamos —comenzó a relatar Javier—. Seis bocadillos, tres bolsitas de chucherías, tres cantimploras, dos piolets, dos mantas, dos radios transmisores, un saco de dormir, dos mosquetones, tres mochilas, tres cascos con linternas y los tres carburos. ¡Eso es todo!
—Hará frío ahí abajo —preguntó Laura.
—El aire que sale no es muy frío —explicó Daniel—. Pienso que las mantas no serán necesarias. La noche no la vamos a pasar aquí.
—Y por tanto, el saco de dormir tampoco —aseveró Laura—.
—Entonces listos. El resto cabe perfectamente en una mochila.
Una vez puestos de acuerdo, se dispusieron a reponer fuerzas, comiéndose un bocadillo. Sólo disponían de tres horas para inspeccionar la Gran Bóveda.

1 comentario:

  1. Estoy intrigado ¿Quien estuvo en la cueva?,¿el padre o los niños?.No me pierdo el proximo capitulo,yo solo estuve en la entrada

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