lunes, 16 de febrero de 2009

El pipero

En mi pueblo no hay agua corriente, y ésta se saca de los pozos. Aunque mi casa dispone de las tuberías, éstas están vacías. No hay entrada de agua de la red. Mi casa está en el Barrio de Vallecas, frente al cuartel de La Guardia Civil. Estas viviendas las hizo el Movimiento por el año 1959.

Para beber, se la compramos a Paco el pipero, a duro el cántaro.

El agua la trae de la Fuente, donde brota un arroyo. Siempre viene al atardecer, sobre las ocho, justo después del Colorao, el heladero del pueblo.

Las clases en la azotea del colegio

Cuando llega el mes de Junio, y sólo los viernes, cuando el sol todavía no está en lo alto del todo, el maestro Don Manuel Germade Dominguez, nos sube a la terraza del colegio, y allí damos la clase. Apenas estamos una hora, pero es muy intensa.

Nos dedicamos a escribir sobre la estación estival y la siega del trigo.

En mi pueblo, se siembra mucho trigo y mucha vid.

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo II)

El día previsto, primer sábado de Agosto, madrugaron más pronto que de costumbre. A las once de la mañana ya estaban de camino. Habían dicho a sus padres que iban a Santillán a darse un baño, como solían hacer casi todos los días de verano y puesto que llevaban unos bocadillos, se quedarían hasta la tarde.
Sus padres no sospecharon nada. Durante los dos días anteriores, se habían dedicado a acercar el material hasta la Cruz del Muchacho, a medio camino de Santillán, dando viajes con las bicicletas.
La Cruz del Muchacho es un lugar en la cuneta de la carretera de Santillán en el que, según cuentan en el pueblo, desapareció un muchacho que vivía en uno de los cortijos cercanos al nacimiento. Parece ser que llegaron al cortijo unos “destripadores”, que secuestraban niños para sacarle la sangre y los órganos. Pero el niño huyó hacia el pueblo en busca de ayuda, pero lo cogieron a medio camino. Por ello, la gente del pueblo pintó una cruz en ese lugar, para recordar la desaparición del muchacho, y además para señalar los límites permitidos para las andanzas de los muchachos.
Nuestros amigos, que habían escuchado de los mayores esta historia y en parte se la creían, salvo cuando les interesaba, como en esta ocasión. Pensaban que los demás si la creían, y así, dejando escondido el material en una grieta cercana a la Cruz del Muchacho, nadie se atrevería a trastear sus cosas.
A las doce llegaron a Santillán y se refrescaron brevemente con el agua del nacimiento. Llenaron al completo las cantimploras, más las bolsitas para hacer hielo, que Javier había cogido de la cocina de sus padres.
—Llevamos buen horario —comentó Daniel
—Cuánto falta hasta llegar a los Camorros —preguntó Laura—
—Todavía falta cerca de dos kilómetros —explicó Javier—. Pasando la segunda curva a la derecha, veremos los Camorros. En su ladera podemos dejar escondidas las bicicletas. El resto del camino lo tendremos que hacer a pie. Por tanto, para la una, debemos estar cerca de la Cueva.
—Pero alguno de vosotros sabe dónde está situada exactamente la Cueva —preguntó Laura—. Yo nunca he estado tan cerca.
Entonces Daniel sacó de la mochila un papel doblado. Era una fotocopia de un libro de la Biblioteca. Se sentaron en el suelo rodeando el papel.

1.— Arroyo de Santillán
2.— Punto km.5,500 de la MA—703
3.— Cueva de las Goteras
4.— Abrigo de los Porqueros
5.— Cueva de Los Órganos
6.— Cueva de la Higuera





Daniel comenzó a explicarles el plano. Nosotros estamos ahora mismo aquí —dijo señalando el punto 1—. A la altura del punto kilométrico 5,500 de la carretera de Alameda, nos desviamos por el camino de tierra que hay a la derecha. Cruzamos el olivar hasta llegar a la falda de la Camorra. Si ascendemos en línea recta nos encontraremos la Cueva de las Goteras. Aquí en el punto 3. Nos desviamos un poco a la derecha y rodeamos el Abrigo de los Porqueros. Ya desde allí veremos la silueta de la entrada a la Cueva de Los Órganos. Sólo tenemos que procurar no desviarnos.
—Alguna duda —preguntó Daniel—
—Y si no damos con la Cueva —preguntó Javier—
—Cómo no vamos a dar con ella, si llevamos el plano —apostilló Daniel—
—Está claro Javier —replicó Laura—. Llevamos el plano y además mi hermano estuvo el verano pasado con la excursión de su clase. ¿Verdad Daniel?
—Efectivamente Laura Claro, que no entramos a la Cueva. No nos dejaron los maestros. Pero basta de charlas, que se nos hace tarde. ¡En marcha!.
Revisaron que el material estaba bien sujeto a los portamantas y emprendieron el viaje.
Subidos en las bicicletas pedaleaban a buen ritmo. Llegarían antes de lo previsto. Aunque la carretera estaba circundada de olivares, a la velocidad que iban notaban un poco el viento. Para contrarestarlo se pusieron en fila india y se turnaban cada diez minutos en el puesto de cabeza.
Pronto llegaron al mojón del kilómetro 5,500. Cogieron el camino terrero a la derecha, cruzando el olivar hasta llegar a la falda de la Sierra.
Aquella zona estaba muy sucia, síntoma de que era la preferida de los excursionistas. Había latas vacías de refrescos y bolsas de basura, en los alrededores de los pinos. La vegetación era reseca como corresponde a esta época del año, pero acrecentada por las ausencia de lluvias en los últimos tres años.
—Es una pena —comentó Daniel—. Está todo muy seco. Posiblemente no habrá apenas agua en el lago de la Gran Bóveda.
—Mejor así —suspiró Laura—. No traemos equipo de submarinismo.
—Pero aunque hubiera agua, tú crees que íbamos a necesitar un traje de buzo —le preguntó Javier—. Si ni en sus mejores años, las aguas llegaron a tener más de cuarenta centímetros de altura.
—Y tú como sabes eso, Javier
Me lo contó mi padre. Fue hace veintisiete años. En el pueblo todavía no había agua, y el nacimiento de Santillán estaba rodeado de una tapia. La gente pensaban que el agua bajaba de la Sierra, a través de un río subterráneo, que pasaba justo por debajo de la Cueva. Pues bien, unos espeólogos de Ronda, bien conocedores de la Cueva, entraron ese verano. En el lago había agua, pero su profundidad era de 40 cm., y no había señales en las rocas de que en otro momento el lago hubiera tenido más nivel.
Pues bien, cuando perforaron el pozo que hay frente al nacimiento, las aguas del lago bajaron diez centímetros. Lo que quiere decir, que había comunicación entre ellas.
—Y después qué ocurrió —preguntó Laura—.
Durante tres o cuatro años, el Ayuntamiento contrató a un grupo de la Universidad, para que hiciera un estudio sobre la incidencia del consumo de agua en el pueblo, y el nivel de la misma en la Cueva.
Vinieron cinco personas, dos de ellas componentes del grupo que bajó por primera vez a la Cueva de La Pileta. Tomaban muestras del agua para analizar su salinidad, temperatura de la misma y medían el nivel del agua cada vez que bajaban al lago.
—Y qué concluyeron —preguntó con curiosidad Daniel—
Pues que durante el verano y debido al consumo de agua, el nivel bajaba unos cinco centímetros y que la temperatura disminuía tres grados; pero la composición del agua en cuanto a minerales, no sufría variación alguna.
—Y eso es malo —preguntó Laura—
Dijeron que no, puesto que en primavera volvía a subir el nivel de agua y la temperatura de la misma.
—Pero eran años de lluvias —comentó Daniel—. Y desde hace tiempo, el consumo de agua se ha incrementado mucho, sobre todo los veranos. Vienen mucha gente y cada vez se construyen más piscinas.
Totalmente de acuerdo —dijo Javier dándole la razón a su primo Daniel— Además, desde entonces el Ayuntamiento no ha realizado ningún estudio. Aunque he escuchado que pronto tomará cartas en el asunto. Desde hace tres años, la cantidad de agua ha mermado mucho.
—Entonces, si llegamos hasta el lago, nosotros podremos tomar muestras de aguas y medir el nivel —resaltó Laura—. Javier lleva el colgante metro y traemos tres bolsitas de chucherías.
—No es mala idea —apostillaron Javier y Daniel—. Bajaron todo el material de las bicicletas, y escondieron éstas en unos zarzales. Desde del camino no se verían.

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo V)

Afortunadamente, en el repecho había sitio para los tres y además pudieron quitarse las mochilas para descansar un poco.
La bóveda central quedaba en penumbra bajo sus pies. A partir de aquí, tendrían que iluminarse con los carburos, pues la oscuridad sería total.
Daniel encendió sólo dos carburos, pues había que administrar correctamente el combustible. Las linternas situadas en los cascos sí las llevarían encendidas.
Javier alumbró con la linterna el contorno de la bóveda central. Tendría de perímetro el equivalente a cinco habitaciones, y de altura unos diez metros.
Sus primos lo imitaron y señalaban también con sus linternas.
El techo estaba plagado de estalactitas, que se han formado a lo largo del tiempo, debido a que se fue depositando el carbonato de calcio que llevan disueltas las aguas infiltradas en estas rocas calcáreas.
El suelo estaba formado por medianas estalagmitas. A diferencia de las anteriores, estan se habían formado por la precipitación del carbonato de calcio al evaporarse las gotas de aguan que caían del techo.
Contaron hasta cinco grandes columnas, que no eran ni mas ni menos que la unión de una estalactita y una estalagmita. Había varías mas, que seguramente les faltaría algun que otro siglo para poder unirse.
El suelo brillaba a la luz de las linternas.
—Porqué brilla el suelo, Daniel —preguntó Laura a su hermano—.
—Es la murcielaguina, Laura. Mira qué cantidad de bichos hay —dijo, alumbrando el techo—.
Los murciélagos reposaban cabeza abajo, apretados unos contra otros. Habría por lo menos cien. Eran negros y emitían un leve pitido, pero no se movían.
Daniel buscaba el sitio ideal para bajar. Tendrían que bajar cinco metros, y precisamente debajo de ellos, el suelo aparentaba muy escarpado. Así que se tendría que desplazar un poco más hacia la derecha, aunque la bajada fuera mayor.
Por la cuerda no habría problemas. Pendía sobre la bóveda central y el suelo aparecía enrrollada varios metros. Así que rodearon con ella un saliente de la pared, para que no oscilara.
Utilizaron la misma técnica que en la primera bajada, pero esta vez usaron además otro mosquetón que manejaban con una mano. Al no poder ir dando pequeños saltos, por los salientes de la pared, tenían que hacerlo en caida libre. Nota-rían más el peso de su cuerpo, y necesitaban de otro freno.
El primero en bajar fue Javier. Cuando llegó al suelo, sujetó la cuerda a una roca, para que estuviera más tensa. Con una pequeña cuerda, sus primos les fueron alargando las mochilas. Laura bajó a continuación y por último Daniel.
Verdaderamente el suelo estaba enfangado de excrementos, pero casi secos. Sus botas sólo se hundían unos centímetros.
A partir de aquí, el camino a recorrer dependía de su ingenio y de la suerte. Sí, de la suerte de poder encontrar el hoyo por donde se baja a la Gran Bóveda; y el ingenio para acometer esta nueva etapa.
Se repartieron el trábajo de la búsqueda. Los tres se colocaron en el centro de la bóveda, espalda contra espalda. Dividieron la bóveda en tres partes. Daniel batearía el terreno entre las doce y las doce y veinte; Javier entre ésta y las doce cuarenta y Laura entre las doce cuarenta y las doce.
Los tres llevaban encendidas las linternas de los cascos y los tres carburos.
—Caminad muy despacio, tanteando el suelo con el pie —explicó Daniel—. La entrada puede estar tapada por una capa de murcielaguina.
Pasaron veinte minutos, y no encontraron la entrada. Comenzaron a dudar de que realmente existieran, como así contaban en el pueblo.
Cansados y aburridos, se sentaron encima de una roca. Javier sacó algunos chicles para mascar, que ofreció a sus primos. Los tres permanecían en silencio. Un silencio roto solamente por un rumor lejano, apenas imperceptible.
De repente, Laura se puso de pie. Estaba nerviosa, pues no se lo podía creer. Llevaban diez minutos sentados al lado de la entrada.
—Laura qué te pasa —le replicó su hermano—.
—No notáis una pequeña corriente de aire bajo vuestros pies —les preguntó—
Javier y Daniel se pusieron de pie, en silencio. Estaban absortos. Qué tonterías dice Laura —pensaron—. ¡Ni que alguien se hubiera dejado una ventana abierta!
No exactamente alguien, ni ayer. Pero a la derecha de la roca justo donde estaba sentada Laura, tapada parcialmente por los excrementos de murciélago, apareció la abertura. Si acercaban la cara, notarían un airecillo fresco procedente del interior de la bóveda.
Los tres primos saltaban de alegría. Por fin habían descubierto el camino hacia la Gran Bóveda.
Comenzaron a retirar apresuradamente la murcielaguina, ayudándose de un piolet. Los excrementos formaban junto con hojas y pequeñas ramillas, una capa que se sostenían por si sola.
Una vez limpiada la abertura, comprobaron que perfectamente cabrían por ella. Tenía aproximadamente un metro de diámetro, suficiente para poder entrar.
Daniel arrodillándose junto a ella, iluminó sus entrañas. La oscuridad era absoluta y el espacio se antojaba infinito. Solo conseguía ver el suelo, pues la luz se perdía en la penumbra al alumbrar los alrededores de la bóveda.
—Bien —comentó Daniel—. Efectivamente se trata de la Gran Bóveda y ésta es la única entrada.
—Qué profundidad podrá tener —preguntó Javier—.
Laura tiró una piedra por la abertura. Se escuchó un ruido sordo.
Calculo que diez metros —dijo Laura—
La única manera de medir exactamente la profundidad es con la cuerda —explicó Daniel—. Javier, sácala de tu mochila.
Javier vació todo el material de su mochila. La cuerda estaba en el fondo. La desenrolló y le dio un extremo a su primo.
—Estupendo —dijo Daniel—. La cuerda mide quince metros y necesitamos por los menos un metro para poderla sujetar a esta roca. ¡Espero que sea suficiente!, por que si no, ya nos podemos ir volviendo para casa.
Javier ató uno de los carburos al extremo de la cuerda, comprobando que la lámpara quedaba bien sujeta. Para ello hizo un nudo marinero, que su padre le enseñó el pasado verano.
Comenzaron a soltar cuerda, muy despacio. La bóveda se iba iluminando a medida que descendía el carburo. Cinco, seis metros, iba cantando Laura.
El descenso de la lámpara parecía que nunca iba a terminar. Por fin, tocó fondo.
Daniel, cogiendo el extremo que Laura sostenía, midió el resto de cuerda. Se colocó el extremo sobre el pecho y con la mano extendida en cruz, sostenía la cuerda. Calculó cerca de tres metros, suficientes para poder sujetar la cuerda.
La agarró fuertemente a la roca e hizo varios nudos, asegurándose de que la cuerda no iría resbalando, pues la roca estaba pringada de excrementos.
Los primos se sentaron en la roca, para planear la bajada.
—Aproximadamente hay doce metros de profundidad —comenzó a explicar Daniel—. Demasiado para bajar de igual forma que anteriormente. Tenemos que pensar en algo más cómodo, teniendo en cuenta que al volver serán doce metros de subida a pulso.
—Cuántos mosquetones nos quedan , Javier —le preguntó Laura—.
—Esperad un momento —dijo Javier contando los ganchos—. Diez.
—Estupendo muchachos. Pondremos un mosquetón cada metro y medio y haremos una escalerilla con ellos. Así vamos poniendo el pié para bajar —comentó Daniel—.
—Vamos a bajar todas las mochilas —preguntó Laura—
—No, sólo lo necesario —dijo Daniel—. De todas formas ya nos queda poco material sin utilizar.
—Veamos —comenzó a relatar Javier—. Seis bocadillos, tres bolsitas de chucherías, tres cantimploras, dos piolets, dos mantas, dos radios transmisores, un saco de dormir, dos mosquetones, tres mochilas, tres cascos con linternas y los tres carburos. ¡Eso es todo!
—Hará frío ahí abajo —preguntó Laura.
—El aire que sale no es muy frío —explicó Daniel—. Pienso que las mantas no serán necesarias. La noche no la vamos a pasar aquí.
—Y por tanto, el saco de dormir tampoco —aseveró Laura—.
—Entonces listos. El resto cabe perfectamente en una mochila.
Una vez puestos de acuerdo, se dispusieron a reponer fuerzas, comiéndose un bocadillo. Sólo disponían de tres horas para inspeccionar la Gran Bóveda.

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo IV

La entrada a la Cueva de los Órganos se presentaba majestuosa frente a ellos. Aunque frontalmente es una gran oquedad, presenta una estrecha fisura por la que un hombre no puede entrar de pié y ellos tendrían que arrastrarse.
Dejaron las mochilas en el suelo y se dispusieron a comerse los bocadillos, antes de penetrar en la Cueva.
Se habían retrasado media hora con respecto al horario previsto, pero Daniel contaba con ello. Todavía era temprano y disponían de cuatro horas antes del regreso.
—Cómo vamos a realizar la bajada —preguntó Javier—
—Disponemos de dos cuerdas de quince metros y ocho mosquetones —comenzó a explicar Daniel—.
Ataremos una de ellas a este árbol, y nos deslizaremos abajo, ayudados por los mosquetones. La cuerda nos servirá a la vuelta para la subida. Bajaremos unos cuatro metros girando a la derecha, donde encontraremos un pequeño repecho. Desde allí ya podremos divisar el fondo de la primera bóveda.
Calculo que en caída libre habrá unos cinco metros. Esta es la parte más peligrosa, pues tanto el repecho y como la bóveda están impregnados de murcielaguina.
—Y eso qué es —preguntó Laura—
—Los excrementos de los murciélagos —explicó Javier—. En toda estas cuevas viven muchos murciélagos, que duermen boca abajo.
—¿Murciélagos?. Nadie me había contado nada acerca de que hubiera estos bichos en la Cueva —se quejó Laura—
—No nos vengas ahora con que te quieres echar atrás, Laura —dijo Daniel—
—Me lo estoy pensando, Daniel. Tú sabes que las serpientes y los murciélagos me dan mucho asco.
—Pero si los murciélagos no hacen daño —le dijo Javier— No son vampiros. Duermen boca abajo sujetos al techo, de modo que no vamos a pisar ninguno.
—Ya, pero y si despiertan y nos ven —protestó Laura—
—No digas idioteces, Laura —dijo Daniel—. Los murciélagos duermen durante el día, y por la noche salen a cazar insectos.
—Además, ello no ven. Se guían en el vuelo sin chocar, porque emiten sonidos que rebotan en las cosas, y así saben lo que tienen delante. Como el sonar de los barcos —explicó Javier—
—Está bien, está bien —replicó Laura—Pero como vea uno sólo, me vuelvo , ¿vale?
—Vale Laura —dijo su hermano—. Pero ahora pongámonos con los preparativos para bajar.
Daniel ató fuertemente la cuerda al árbol que había sobre la entrada. En ella colocó los tres mosquetones. Cada uno llevaba puesto un arnés con otro mosquetón, que resbalaba sobre la cuerda. Si cerraban la mano sobre el mosquetón, su cuerpo se deslizaba por la cuerda. Para frenarse, sólo tenían que abrir la mano, y el rodillo del mosquetón, quedaba presionado sobre la cuerda.
El orden de bajada lo estableció Daniel. Él sería el primero, para sujetarlos cuando llegaran al repecho. A continuación Laura y por último Javier—
Daniel se situó con las piernas entre la cuerda con ambas manos sobre el mosquetón, y dándole la espalda a la gruta. Se dejó caer realizando un pequeño salto hacia detrás. La cuerda se tensó.
—Habéis visto cómo lo hago yo —preguntó— . Las piernas siempre abiertas y dando saltitos cortos. Procurad ir alineados al árbol, de lo contrario comenzareis a desplazaros a los lados, como un péndulo. ¿Entendido?
—De acuerdo —afirmaron Laura y Javier—
—Pues allá voy —gritó Daniel— pegando un salto.
En tres movimientos estaba situado a la altura de del repecho. Intentó desplazarse hacia la derecha para pisarlo, pero el suelo tenía mucha murcielaguina, y los pies resbalaban. Comenzó a ponerse nervioso. Creía que iba a ser más fácil.
Daniel y L sólo le veían levemente la cabeza. ¿Que ocurre Daniel? —gritaron—
—Tranquilos muchachos. El suelo está resbaladizo y no consigo apoyar el pié. Voy a desplazarme de derecha a izquierda, para tomar impulso y dejarme caer. Si lo consigo, vosotros no lo tendréis que hacer, pues la cuerda os guiará.
Necesitó tres intentos para que ambos pies quedaran apoyados perfectamente sobre el repecho. Todo estaba lleno de excrementos de murciélago, hasta las pequeñas estalactitas que colgaban del techo. ¡Menos mal que llevamos guantes! —pensó Daniel—
—Ya lo he conseguido. Laura prepárate. Cuando quieras —le gritó a su hermana—.
Laura realizó las mismas operaciones que vio hacer a su hermano, pero los saltos que daba eran muy pequeños. Daniel sujetaba fuertemente la cuerda, para que los pies de su hermana cayeran dentro del repecho. Pero el cuerpo de ella era muy pesado, y le costó mucho trabajo mantener la cuerda tensa. Por fin Laura tocó suelo.
—Yuppy —exclamó Laura muy contenta—. Javier ya he llegado, ahora te toca a ti.
Javier era más ligero que los dos primos, y en el tercer salto apoyó los pies sobre el repecho, sin ningún problema.
La primera fase del descenso la habían completado satisfactoriamente.

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo III)

La pendiente de la Sierra hasta la Cueva de las Goteras era bastante pronunciada. Tenían que ir sesteando para que les costara menos trabajo.
Los tres primos caminaban pesadamente con las mochilas cargadas a las espaldas, descansando de vez en cuando y buscando para ello la sombras de los pinos.
Por fin llegaron a la Cueva de las Goteras. Ya comenzaban a estar un poco cansados. La entrada a la cueva estaba vallada. En una puerta de acceso había un cartel que decía: “Diputación Provincial. Conjunto arquitectónico Cueva de las Goteras. Prohibido el paso.”
—Se podrá entrar —preguntó Javier—
—No —le contestó Daniel—. Desde que la Diputación comenzó a tener interés por los restos encontrados en esta cueva y en la de La Higuera, vallaron las entradas. Hay que pedir permiso para visitarlas, y sólo se lo dan a estudiosos.
—A lo mejor el maestro de Historia puede pedir permiso —sugirió Laura— El año pasado hicimos una excursión a la Cueva de Menga. Nos dejaron pasar.
—Eso es diferente, Laura —le contestó Daniel—. Las cuevas de la Camorra no tienen tanta importancia histórica como La Menga y Los Dólmenes.
—¡Ah, ya! —musitó Laura— No entendía el porqué. Para ella, las cuevas de su pueblo era tan importantes como cualquiera otras.
Javier invitó a sus primos a “chuches”, y una vez servidos, retomaron el camino de nuevo.

sábado, 7 de febrero de 2009

EL MISTERIO DE LA CUEVA (Capítulo I)

Eran las diez de la mañana cuando Daniel salió de su casa junto a su hermana Laura. Lo tenía todo bien planeado, sólo faltaba convencer a Javier, su primo. Este sábado acometerían la gran aventura, adentrarse en la Cueva Los Órganos.
Daniel en su afán aventurero, llevaba semanas recopilando información acerca de la cueva. Por las tardes al salir del colegio, entraba en la Biblioteca Municipal para consultar los libros de historia, en los que alguna vez se nombraba los orígenes del pueblo.
Así conoció, que los primeros pobladores de lo que hoy es el término municipal, se asentaron en la época neolítica, en las cuevas existentes en la Sierra de la Camorra, a unos seis kilómetros del actual casco urbano. De este tiempo es la cerámica encontrada en la Cueva de las Goteras y Cueva de la Higuera.
—Posiblemente en la Cueva Los Órganos, encontremos restos arqueológicos—pensó Daniel.
Javier compartía plenamente las ansias de aventura de su primo Daniel. No en balde, desde muy pequeño quería ser “paleontólogo”, y qué mejor ocasión que ésta. Pero Javier llevaba dos días poniendo una sola pega: que les acompañara su hermana. Daniel no era de esa opinión.
—Llevar a Patricia pondría en peligro la misión— dijo Daniel haciendo muy bien el papel de director de operaciones.
—Es muy pequeña —terció Laura.
Javier haciendo un esfuerzo por no chillar, replicó:
—!No importa!, cuando se canse, yo la llevaré a cuestas. !Mi hermana viene con nosotros!.
La discusión duró cerca de una hora. Al final, Patricia se quedaba en la retaguardia para cubrirles las espaldas frente a sus papás.
Quedaron en verse al día siguiente, a la hora de la siesta en el mismo lugar: la cuadra. Aunque ya no había mulos, esta estancia de la casa de la abuela Teresa seguía manteniendo el nombre de antaño, como recuerdo imborrable; y porque en parte, servía de desahogo.
Allí se colocaban las bicicletas de los nietos, el saco de la basura, algunos muebles de cocina. Hasta colgaban del techo, ristras de ajos, unos pequeños sacos de cebollas y una romana.
Pero en este lugar, a la hora de la siesta y con el sol apretando fuerte, a nadie se le ocurriría buscarlos.
Efectivamente, a las cuatro de la tarde estaban los tres primos sentados en unas hamacas, dispuestos a ultimar los detalles de la aventura.
— Lo primero que tenemos que hacer, es juntar todo el material y ver el medio de transporte que vamos a utilizar —dijo Daniel—. ¿Javier tú que has conseguido?
Javier fue al patio trasero donde tenía la bicicleta, y volvió con un saco que vació sobre el suelo de la cuadra. Daniel y Laura quedaron gratamente sorprendidos.
Había de todo lo necesario. Dos carburos de mano y tres cascos con linternas incluidas. Dos pares de guantes viejos del padre de Javier, de cuando trabajaba los veranos de peón de albañil y un par de radios transmisores, que parecían en buen estado.
—¡Qué guay! —dijo Laura— Con todo este material, no nos quedaremos a oscuras.
Daniel procuró calmar su nerviosismo.
—Esto está muy bien —precisó Daniel—. Pero no tenemos cuerdas. Ya sabéis que tras atravesar la entrada principal, nos tendremos que deslizar diez metros por un agujero para alcanzar la gran bóveda.
Javier se entristeció. No había pensado en ello.
Laura levantó la mano queriendo hablar. ¿Qué pasa Laura? —dijo Daniel
—Sé de dónde podemos sacar las cuerdas —comentó Laura, muy segura de sí misma—
—Claro, comprándolas en la ferretería de Luís —apuntó Daniel—
—Nada de eso —replicó Laura— ¿Os acordáis de aquellas cuerdas verdes y suaves, que el tío Antonio se trajo de la mili?
—Si —dijo Javier—. Abuela las guardaba en su piso, en el armario de la terraza.
—Exactamente —afirmó Laura—. Y además de las cuerdas, varios ganchos, un saco de dormir y una tienda de campaña.
Daniel se quedó pensativo. Cómo era posible que no se hubiera percatado de ello. Desde luego, su hermana Laura espabilaba con la edad.
—Bien —exclamó Daniel—. Pero en estos momentos, ¿dónde se encuentra el material, Laura?
—En lo alto del armario de la habitación de papá y mamá —comentó Laura—
—Y tienes alguna idea de cómo lo vamos a sacar de la habitación —preguntó Daniel—.
Por supuesto que Laura sabía cómo sacar el material, pero desde luego ella no iría por él. Sus padres estaban recostados, durmiendo la siesta. Dejó que alguno de los dos varones se ofreciera voluntario.
—Ya sé —exclamó Javier—. A las seis vuestra madre se va a dar un paseo en bici, mientras el tito se afeita. En ese momento, yo arrimaré la silla al armario y cogeré el material, Daniel vigilará el cuarto de baño y Laura se apostará en el postigo, por si vuelve vuestra madre. ¿Qué os parece la idea?
Ambos primos consintieron. A la hora prevista, ejecutaron la acción, que resultó ser “pan comido”.
De vuelta a la cuadra recontaron el material, y planearon comprar al día siguiente los pequeños extras que necesitaban.
A medida que se acercaba el sábado, su inquietud se acrecentaba. Pero hacían todo lo posible para disimularla, no se fueran a dar cuentas sus padres de lo que estaban organizando.
Y para ello, jugaban a ratos en el patio a la pelota, gritando y corriendo. O se iban con las bicis a la plaza, a echar carreras.

La recogida de las gallinas

En el patio había una zona alambrada donde se criaban, tanto los conejos como las gallinas; también había un durazno.

Los conejos hacían sus madrigueras en el suelo, aunque también los teníamos en jaulas. Como es de suponer, solíamos comer conejo con frecuencia.

Las gallinas en cambio, no se criaban en jaulas. Existían unos palos, en el rincón del gallinero, donde se suponían que se tendrían que subir para dormir.

Digo esto, porque durante el invierno se presentaba un verdadero problema. Al anochecer tenía que entrar en el gallinero y coger una por una, y colocarlas en los palos. Lo que me daba más susto era coger a los gallos.

Si no se hacía esto, o si alguna se bajaba, y dormía en el suelo, se le iban congelando las patas, y luego no andaban bien.

Lo peor era cuando llovía. ¡Te ponías como una sopa!

Las permanencias

Aunque los estudios me va muy bien, mi padre me apunta a "permanencias", no sólo durante el verano, sino también a lo largo del curso escolar. Ya va para tres años.

Mi padre prefiere que su hijo esté en clase, en lugar de estar correteando en la calle. Y a mí, las permanencias simplemente me ocupaban tiempo, y ayudaba al maestro con los otros niños. LLevo tres años presentándome para las becas del PIO, pues para poder estudiar Bachillerato dice mi padre que tengo que obtener beca, y para ello voy todos los veranos a examinarme, pero no tengo suerte. Mis hermanos, con diez años, ya estaban internados en colegios de la capital. Por ahora, soy tardío.

Este verano, mi padre y el maestro D. Manuel Germade , quieren que me examine de 1ºy 2º de Bachillerato, por libre. Lo haré cuando acabe la Feria de Agosto. Las permanencias, esta vez, serán en serio.

Las noches en la era de Castaño

Mi abuelo por parte de madre, vive con nosotros. Es bajito y algo rechoncho. En mi pueblo, el que más y el que menos, tiene un mote. La rama de mi madre, son los mauros. Mi abuelo Juan Manuel, es muy testarudo, y algo peleón; pero a mí y a mi hermana nos quiere mucho. Cuando no tengo clase, me lleva por ahí, al campo. Buscamos collejas, romero y tomillo para la casa, y algunas hierbas para los conejos.

En verano, en las noches de Agosto, mi abuelo se va a dormir a la era de Castaño, pues es guarda del trigo, de la trilladora y de varios mulos. Siempre me lleva con él. En Agosto, cuando vienen mis hermanos de vacaciones, estamos muy apretados para dormir, y entonces yo me voy con él.
Siempre llevamos una par de mantas, pues de madrugada refresca. El cielo está estrellado. Mi abuelo me señala las estrellas y las constelaciones. Esa es Venus, esa la Osa Mayor, ese es el Carro, me dice. Mientras me habla, yo me voy quedando dormido, apretado junto a él. De vez en cuando me despierto, los mulos están nerviosos. Mi abuelo los calma.

Las clases con Don José

Don José es el Director del Colegio, y es el más viejo de todos los maestros. Viene de muy lejos, creo que de Castilla, pues pronuncia muy fuerte las uves. Así nos dictaba: "la vida son las uvas que dan los viñedos, y se vuelca sobre la vasija que sois vosotros".

Cada mañana, al comenzar la clase, Don José escribe en la pizarra:

Efemérides: "Tal día como hoy, 13 de Junio, murió el gran conquistador Alejandro Magno, de un acceso agudo de fiebres".

Santoral: "Hoy se celebra, San Antonio, patrón de la mujeres solteras". Y añadía: el Sol sale a las 6h.45m y se pone a las 20h.50m.

Sobre las efemérides del día, versa la clase de historia, y Don José nos lee de un libro grande con las pastas marrones.

Don José es vecino mío, y esa proximidad hace que nos tenga mucho cariño, pues él y Doña María no tienen hijos.

La Alberca de Maturrín

A finales de Junio, cuando acaban las clases, mis amigos y yo nos vamos en bicicleta a la alberca de Maturrín. Maturrín es un cortijo que está a tres kilómetros del pueblo. La carretera es de tierra y tiene muchos chinos, y las cunetas son anchas. Ya el verano pasado, emulando a Eddy Merckx, resbalé con los chinos y me caí al suelo; tenía tantos arañazos, que mi madre me tuvo que meter en un lebrillo, y echarme encima alcohol rebajado con agua.

Yo todavía no se nadar, y la alberca es profunda, pero mis amigos se llevan una goma de la rueda de un tractor, pero de las pequeñas, y con ella nos metemos en el agua. Cuando nos volvemos para casa, siempre paramos a la vera de la carretera, para coger moras de los árboles. Una vez a la semana, recogemos hojas para los gusanos de seda.

jueves, 5 de febrero de 2009

El bar de Agustín

No todas las siestas jugamos al ajedrez. Como Agustín es de las pocos que tienen televisión, y además tiene un bar, no nos perdemos jamás la serie de Daniel Boom, "que coge su escopeta y hace pum"

En el intermedio, siempre ponen el anuncio de FA, "los limones del Caribe". Cuando sale la mujer bañándose en un lago rodeado de árboles, nos mirábamos los amigos, intentando descifrar "los limones del Caribe".

El bar es muy amplio. Tiene cuatro columnas repartidas en el centro, pintadas de negro y blanco su capitel. Las mesas también son negras, pero la base de mármol es gris. Junto a las mesas siempre hay abueletes jugando al tute subastado o al dominó. Apenas prestaban atención a la tele, salvo cuando televisan los toros.
Mi abuelo no se perdía ninguna corrida; ¡en eso si creía! y no en la llegada del Apolo XI a la Luna. Me decía que era mentira, que era un montaje de los americanos.

La recogida de las gallinas

En el patio había una zona alambrada donde se criaban, tanto los conejos como las gallinas; también había un durazno.

Los conejos hacían sus madrigueras en el suelo, aunque también los teníamos en jaulas. Como es de suponer, solíamos comer conejo con frecuencia.

Las gallinas en cambio, no se criaban en jaulas. Existían unos palos, en el rincón del gallinero, donde se suponían que se tendrían que subir para dormir.

Digo esto, porque durante el invierno se presentaba un verdadero problema. Al anochecer tenía que entrar en el gallinero y coger una por una, y colocarlas en los palos. Lo que me daba más susto era coger a los gallos.

Si no se hacía esto, o si alguna se bajaba, y dormía en el suelo, se le iban congelando las patas, y luego no andaban bien.

Lo peor era cuando llovía. ¡Te ponías como una sopa!

La merienda en la Casa de la Sierra

Cerca de mi casa viven unos primos de mis padres, que se emparentan por ambos lados. Tienen una casa muy grande, con dos patios, una cuadra, una alberca, y muchos árboles. Ellos son dueños de tierras, y de la Casa de la Sierra. Allí tienen los aperos de labranzas, la maquinaria y las cuadras.

Cuando llega Junio, y dejamos de tener clase por las tardes, mis primos y su madre se van a merendar a la Casa de la Sierra. Siempre me invitan y siempre merendamos lo mismo: pan con chocolate.

Tras la merienda, aprovechamos para ir al desfiladero y corretear por las encinas. Lo que más nos gusta es gritar a la entrada del desfiladero para escuchar el eco.
A la vuelta pasamos por la Fuente, y nos refrescamos.

El indiano: el tío de mi padre

Eran las dos y media de la tarde. Estábamos terminando de comer, pues dentro de poco llega Patilleas con el coche, para llevarme a coger el tren. Me voy de campamento a Pedro Abad, Córdoba. Todo el mes; mi padre quiere que el curso próximo estudie Bachillerato con los Salesianos.

Llaman a la puerta. Voy y abro yo. ¡Hola pibe!, ¿está su padre?. Me quedo alelado.¡Qué alto es el hombre!. Despierto.

¡Papá, un hombre pregunta por ti!. Mi padre se levanta de la mesa, y abraza al extraño. Así permanecen los dos mucho rato, abrazados. Sus ojos están húmedos. Se separan y se miran de arriba a abajo. Mi padre le presenta a mi madre, a mi abuelo, a mí y a mi hermana, somos los más pequeños.

El extraño resulta ser un tío de mi padre, bueno, primo hermano de mi abuelo. Cuando comenzó la guerra, la civil quiero decir, emigró a la Argentina. Allí se casó, pero ahora es viudo y dice que tiene varios hijos, pero que ellos no lo quieren mucho. Nos cuenta muchas cosas de América.

¡Uf!, se oye un coche en la puerta. Ya está aquí Patilleas. Recojo mi maleta, y me dirijo a la puerta. Mi padre, por no hacerle un feo a su tío, deja que mi madre me acompañe al tren. Por el camino me cuenta, otras cosas del indiano. Parece ser que viene al pueblo, para que lo despene algunos de sus sobrinos. Ya le había escrito a mi padre muchas veces, y mi padre le contestaba. Si, era muy bueno escribiendo cartas; su oficio y tener los hijos desperdigados por esas tierras de España, le hizo amar las epístolas.

A la vuelta del campamento me contó mi madre, que el tío de mi padre se tuvo que volver a la Argentina, pues uno de sus hijos se puso enfermo. Al mes se murió, ¡el pobre!, el tío de mi padre, lejos de su pueblo. Mi padre se tiró varios días muy serio.

La casa de Castaño

Hace calor, sofocante diría yo, pero se aguanta. El cielo está azul, muy azul. Como casi todos los días, sólo se vislumbra la doble estela del reactor. Algunos días, la estela es más ancha, el reactor vuela bajo. Paco, el de Ana, lo pilota; es militar, en Armilla, y siempre hace alguna que otra pirueta cuando pasa por su pueblo, mi pueblo. Eso me cuenta mi padre, que de eso sabe mucho. Y yo siempre le creo, todavía soy un niño.

Como aún es temprano, me dirijo a Castaño. Me gusta ver a los jornaleros segar el trigo, ayudados por la cosechadora.

¡Menudo bicho!, por delante, con sus dientes va comiendo el trigo mientras anda, echando la semilla en un tractor con remolque que va a su parejo, por una oreja grande que lleva en un costado y por atrás suelta el resto, en forma de alpacas. De vez en cuando, un hombre a pie, repone los hiscales de guita, enganchando un manojo en la manivela.

Observo a la máquina un buen rato. Ha ido y ha venido ya, tres veces, lleva buen ritmo. Pero es monótono jugaré un rato en el pajar, con Damián vive en el cortijo. Un gran castaño se cría en la entrada, por eso el cortijo se llama Castaño. Damián está en la escuela conmigo, somos amigos y, creo que parientes. Claro, que en mi pueblo nos tocamos casi todos. Ya casi son las dos, y me tengo que volver para mi casa. Cinco minutos antes, tenemos que estar sentados en la mesa: mi madre, mi abuelo, mi hermana y yo. Mi padre, siempre llega a las dos.

Voy tarde, comienzo a correr. En la mano, llevo una pajilla de trigo, que de vez en cuando me meto en la boca. Salto por un terraplén, y la pajilla entra en la nariz. Siento un fuerte escozor y empieza a salir mucha sangre, pero sigo corriendo. La camisa se va manchando poco a poco. Cuando llego a casa, ya están todos sentados a la mesa. La sangre no se corta, y mi padre me regaña. Al final, me llevan al practicante, que vive enfrente.

Ese día, se comió más tarde.

La alfalfa para los conejos

En mi casa criamos gallinas y conejos, pero sólo da para la familia. Mi madre, cada vez que va a la capital, a ver a mis hermanos, les lleva caldo de gallina, huevos y conejo con tomate frito.

A las gallinas les damos de comer afrecho; mi madre lo hace con el pan duro, que iba sobrando de las comidas. Para los conejos, un primo de mi padre que vive en un cortijo, junto al Nacimiento, nos daba un saco de alfalfa cada tres días, a condición de que se fuera por ella. Conseguí de mi padre, que me dejara ir al cortijo. Son cuatro kilómetros, que los hago en bicicleta, preferiblemente al atardecer, pues la alfalfa está recién cortada y muy fresca.

Los sábados, para que me quede la tarde libre, voy al mediodía. Pero todavía no está el hombre que la corta, y Diego Carrión me deja usar la guadaña. Pero siempre le tengo que rogar al primo de padre, pues no se fía mucho de mí, y teme que me corte o rompa la guadaña.

El saco, lo aprieto todo lo que puedo, casi siempre en demasía. Pero como nos tiene ofrecido un saco, ¿qué voy a hacer?, ¡llenarlo!. No tengo portamantas en la bici y coloco el saco sobre el manillar, y claro me cuesta mucho trabajo poner los pies sobre los pedales, de ancho que es el saco. En la cuesta echo sudores, pero luego bajo embalado. Las curvas, suelo ir rapidillo, las tomo inclinando el cuerpo un poquito, pues el manillar no lo puedo girar, por culpa del saco.

Los conejos, al oler la alfalfa recién cortada, se ponen muy contentos cuando aparezco por el postigo.

Las partidas de ajedrez

A mi gusta mucho jugar al ajedrez. Lo aprendí viendo jugar al hijo del cabo Bermúdez, José Antonio. Como no teníamos tele, las siestas las pasábamos jugando, y entre revancha y revancha, se nos pasaba la tarde hasta la hora de la merienda.

La primera disputa que teníamos era la elección de las piezas. José Antonio siempre quería jugar con blancas, y yo por llevarle la contra, también. La verdad, que a mí me daba igual. Prefiero jugar con negras, así lo veo venir. Claro que a menudo me ganaba con "mate Pastor", hasta que aprendí a contrarrestarlo.

Con Isidro Moreno también estuve jugando de forma continua, hasta que marché al internado. Era un buen contrincante.

Juntos nos apúntamos al torneo de la Feria de Agosto. Los primeros años solía haber diferentes categorías, pero a diferencia de otros deportes, donde la fuerza física era determinante en muchos casos para mover la balanza hacía el más fuerte. Por lo tanto, acabó existiendo una única categoría. Otros jugadores de esa época eran: Perico “el de Cruz”, su hijo Pedro, Juan de la Cruz, Paco Reina, el yerno de Palomito; y de los últimos que recuerdo, un hijo de Marcelo Vergara, que siendo bastante pequeño jugó un torneo formidable.

Aceitunas partidas

Una de las primeras tareas del hogar, de las innumerables que he desempeñado como comprobará el lector a lo largo de estos relatos, ha sido “partir aceitunas”. El proceso constaba de tres pasos fundamentales, en los que yo no participaba activamente en la totalidad.

El primero, como es lógico, es conseguir las aceitunas. Para ello, todos los años, los primos de mi padre Paco y Pepe Moreno, nos dejaban coger de sus olivos unos cuantos kilos, suficientes para el consumo anual de la familia. Ni que decir tiene que, salvo que nos fuéramos con los trabajadores habituales con lo que podíamos ir y venir montados en el remolque del tractor, lo habitual era acercarse a los olivos, andando y cargar el saco en la bicicleta.

A continuación venía la verdadera labor: partir las aceitunas. La misión era difícil, pues te manchabas por todos lados, y había que procurar no manchar el entorno, o sea el patio de la casa. Para ello, me vestía totalmente con plásticos, y me ponía guantes.

A un lado, el lebrillo con las aceitunas; en el centro de la mesa, la tabla de madera; en la mano derecha el martillo, también de madera; con la izquierda colocaba la aceituna en la tabla, golpe seco y arrastre de la aceituna partida, hacia el centro de la mesa. Sonaba más o menos así: toc, toc, tuumm, toc, toc, tuumm (el segundo toc, lo hacía para amortiguar el primer golpe. Pruebe el lector y verá la diferencia entre dos golpes y arrastre, y un solo golpe y arrastre).

El proceso se complicaba algo, pues dependía del destino final de las mercancías: aceitunas partidas con hueso o sin hueso. Estarán conmigo, que quitarle el hueso a cada una de las aceitunas es una labor difícil, y pringosa. Más adelante, descubriré un método para realizar este menester.

Por último, mi madre se encargaba del aliño de las aceitunas.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Las vivencias de mi infancia (breve abecedario de mis recuerdos).

Recordar los momentos buenos y malos, vividos anteriormente, es un homenaje a las personas que lo vivieron contigo y un afianzamiento a la tierra que nos ha ido criando.

Recordar lo vivido es saludable. Recordar es unirte a los tuyos. Recordar es revivir el pasado con una perspectiva de presente, pero teniendo en mente, siempre, siempre, el futuro. Pues cuando recuerdas, lo haces junto con los que lo han vivido, estando presentes como oyentes los jóvenes, que son nuestro futuro.

A fin de cuentas, eso es lo que hacemos en mi familia, cada vez que nos reunimos. “... Te acuerdas cuando?”, “...mamá cómo se llamaba aquella planta que el abuelo..?”

Y en esta ocasión, lo plasmo en papel, pero para que lo lean los demás, cada vez que le apetezca.
Las vivencias de mi infancia me vuelven a la memoria muy a menudo.

Pero dónde se alojan mientras tanto?. Parece inverosímil, pero es así; recordamos a veces, más fácilmente los hechos lejanos, que lo más recientes. Cuesta menos esfuerzo traer a la memoria lo que nos ocurrió con diez u once años, que lo que hicimos hace uno o dos.

La memoria, ese almacén dinámico tan magistralmente diseñado, tiene múltiples entradas. Cientos de veces, "queremos recordar", y lo hacemos; situamos "el puntero" cerrando levemente los ojos y apretando la sien, y ¡ahí está!, el recuerdo deseado. Otras veces, no somos nosotros los que provocamos el recuerdo; sino es un aroma, una luz, un sabor.

A mí me ocurre muy a menudo, pero no tanto como quisiera. Me gustaría recordar más frecuentemente mis vivencias.

Hay una vivencia, ¡bendita sea!, que a su vez concatena con otras, pero ocurren todas dentro del mismo periodo.

Me ocurre en verano, cuando visito mi pueblo en Agosto...

..Y así comenzó todo:


Cada veintiún días

Tenía yo diecinueve años cuando por el mes de Agosto le detectaron a mi padre un cáncer de pulmón. Andaba yo por aquel entonces peleándome con la Biología y la Química de mi primer año universitario. Treinta años después, también por el mes de Agosto, me detectaron el mismo tipo de cáncer. Al igual que antes, yo mantenía una relación con la Universidad, pero esta vez como profesor. En ese intermedio de años, el paso del tiempo se ha ido manifestando con diferentes métricas: desde los largos días del verano trabajando en Marbella y la espera a que Ella (tu novia) te responda Sí, hasta los días interminables de las Milicias Universitarias y lo rápido que van creciendo tus hijos.
Desde el año pasado utilizo otra unidad de tiempo: cada veintiún días. Ella (ahora mi mujer) y yo, y todos los familiares y amigos que me aprecian, luchamos para que pueda ir cumpliendo muchos períodos de veintiún días. Animo a todos aquellos que puedan estar en circunstancias parecidas para que no se desanimen y encuentren su propia unidad de tiempo que les permita ir superando la enfermedad.
Cada veintiún días me encuentro con ellos, con mis ángeles de la guarda. Corrijo, con ellas. Son mayoría, me refiero al personal que nos proporcionan los tratamientos. También en el personal médico, son ellas mayoría.
Cuando sumo dos veces veintiún días, me someto a un TAC. Desde que me lo hacen hasta la siguiente visita, un miedo implacable se apodera de mi cuerpo. Cuando llego al Hospital de Día, lo primero es buscar a mi enfermera de ensayo, que es la encargada de recepcionar el TAC, para comprobar que éste ha llegado y está junto a mi historial. Huelga decir que la primera vez la miras a los ojos como diciéndole: ¿ha salido todo bien? Pero ella es una verdadera profesional y tan solo te dice con mucho, pero con mucho cariño: el resultado del TAC está ya en tu historial.
Ese día suelo estar muy pendiente en la temporización de todo lo que ocurre: de la hora en la que me hicieron la toma de sangre, de cuando vi pasar a la auxiliar con las muestras hacia el laboratorio, de qué lugar ocupo en la lista de pacientes, de qué auxiliar está hoy con mi médico, etc. No piensen que los pacientes estamos todo el rato vagabundeando por los pasillos, qué va, ¡hay normas!, pero como el que espera desespera (por eso somos pacientes, porque se tratar de tener paciencia), de vez en cuando y con la excusa de mover las piernas, me doy una vuelta y estoy “pendiente del personal”. Pero ¡ay! amigo, cuando ya me nombran, me dirijo con paso firme pero lento, cogido de la mano de mi mujer hasta la consulta del oncólogo. Siempre nos recibe con la mano extendida, muy amable. Y yo le ofrezco la mía y lo miro a la cara, mientras me siento. ¿Ha sido niña, Dr.? ¡Perdón, qué cosas digo! ¿Cómo están los tumores hoy, Dr.?, pregunto. Si las analíticas son correctas, paso a tratamiento.
Cada veintiún días me someto a una analítica, de cuyo resultado depende que avance un poco en la lucha con la enfermedad, pues me inyectan la quimioterapia en vena para atacar a las células cancerígenas, impidiendo su reproducción. A fin de cuentas, ya mi abuelo tomaba agua de carabaña para limpiar el cuerpo de impurezas. Después de hacer muchos mohínes, se quedaba como un bendito. El acto en sí es bastante curioso. Yo lo comparo con poner una lavadora.
Primer paso: la carga de la ropa (el personal sanitario tiene seleccionada la medicación que van a inyectarme, que está individualizada, codificada y colocada por el orden de administración).
Segundo paso: la elección del mejor programa de lavado (la persona que se hace cargo del paciente busca la mejor vía, o sea, la vena que presenta las mejores expectativas para poder ser “pinchada”). Esta tarea puede resultar muy molesta para el paciente, pues algunas veces puede requerir más de un pinchazo. Algunos pacientes lo tienen resuelto con la colocación de un “reservorio”, es decir, una vía permanente para la administración de los medicamentos. En el símil de la lavadora, es como la marca indeleble que ellas ponen en el programa adecuado, hartas de responder a nuestras preguntas sobre qué programa poner. Sin complicaciones, se destapa y se inyecta.
Tercer paso: poner el detergente (el personal ajusta la máquina automática que inyecta el medicamento con los valores propios según el caso. Comprueba que comienza el goteo y que todo va bien. ¡A esperar!).
Cuarto paso: el lavado propiamente dicho (dependiendo del tratamiento, la operación de entrada de medicamentos puede durar de una a cuatro horas; ¡no se si en algunos casos es más; así, del tirón!). Mientras, a diferencia de la lavadora, en vez de quitarte de en medio, los pacientes nos tenemos que quedar en el sillón, ¡faltaría más! Mientras tanto, hay quien lee una revista, periódico o libro, o escucha música y los menos, charlan con el paciente de enfrente. A veces ni apetece ni lo uno, ni lo otro, ni lo de más allá. De modo que me puedo estar cuatro o dos horas, mirando acá y allá. ¡Me parece mentira!, el año pasado no duraba ni veinte minutos esperándola mientras ella miraba ropa en el centro comercial. Con razón dicen que el cáncer te cambia la vida, pero que vas a hacer. ¡Paciencia amigo, mucha paciencia!
Quinto paso: sacar la ropa al barreño (después de un lavado final para limpiar la vena, retiran la vía y ya puedes marchar a casa).
Y por fin, el sexto paso: tender la ropa. En el caso real de la lavadora, el asunto puede ser más o menos fácil, dependiendo de si sabes tender la ropa al revés, de extenderla bien para que se oree correctamente, de procurar que las mangas de las camisas no rocen el suelo y ¡lo más importante!, de dónde poner los palillos para que no deje marcas. ¡Dije fácil! Por favor, socorro. Pero siendo fiel al símil, este último movimiento puede resultar difícil, pues aquí comienza a contar los veintiún días.
Por lo pronto, la cosa comienza por si has comido o no, porque han pasado tantas horas que lo que toca es casi cena; de lo cansado que estés, de que no venga el hipo y demás antes de tiempo, etc. En mi caso, yo aplico lo de “más vale pájaro en mano que ciento volando”. En cuanto llegamos a casa nos preparamos el almuerzo; eso sí, ligerito, vayamos a liarla.
Y a partir de ahí, a llevar fielmente un pequeño diario donde voy anotando los diversos síntomas: hipo, sensación de querer vomitar, cansancio, molestias varias, pérdida de apetito, pérdida de peso, cómo va la tensión, etc. Y en mi caso algunas cosas más, porque yo me apunto a cualquier ensayo clínico que se me ponga por delante. Estoy terminando con el segundo. No es que tenga manía por los ensayos clínicos, ¡que va!, es que no tengo más remedio.
Como se comprenderá, el afiliarme a un segundo ensayo es porque el primero fracasó.
¡No va más, rojo y par! Pero ya lo dije antes: ¡Paciencia amigo, mucha paciencia! Los oncólogos le llaman tratamiento en primera/segunda… línea. Si dentro de veintiún días las pruebas no son esperanzadoras, no dudaré en afiliarme a otro tratamiento de tercera línea.
Destaco lo del ensayo clínico, porque además de la quimioterapia estándar establecida para el tipo de cáncer, te pueden ofrecer la posibilidad de experimentar algún medicamento novedoso.
En algunos casos, se trata de comparar las dos estrategias y en otros, de afinar la dosis de un medicamento que ha dado resultados esperanzadores en ensayos previos. En estos casos, sueles tener un mayor número de controles. Pero “no todo el monte es orégano”.
En esta estrategia hay “letra pequeña”: me puede tocar un placebo en lugar del “novedoso medicamento”, y es más, me toque lo que me toque, ni yo ni mi médico sabemos qué es lo que ha tocado en suerte (hasta que no termine el ensayo clínico, pero no en mi, sino en el resto de pacientes españoles, europeos, etc., que están sometidos a dicho ensayo). No piensen que lo del ensayo es caprichoso: debes de cumplir algunos requisitos, que a lo mejor lo cumples tú, pero no otro paciente, y viceversa. Y por supuesto, firmas un consentimiento informado.
Y por estar sometido a un ensayo clínico, como decía anteriormente, tengo que anotar otras cosas, referidas a los efectos secundarios supuestamente debidos al placebo o medicamento novedoso. Y aquí te ves, pensando si las cuatros ronchas que te han salido es por la quimio o por lo “otro”. ¡Paciencia amigo, mucha paciencia!
Y así van pasando los “veintiún días”, sumando y sumando, ….
Nota: El no poner nombres es porque considero tan importantes a mi oncólogo, como a la enfermera de ensayo, los enfermeras/os que me aplican los tratamientos, las auxiliares que me dan/recogen las citas, las auxiliares que preparan el material, personal de limpieza, etc.
Todos ellos pertenecen al Hospital de Día de OncoHematología del Hospital Clínico Universitario Virgen de la Victoria. Málaga.
Gracias a todos ell@s.